Poesía. A nuestras vidas, a la vida, le hace falta poesía. Puñados diarios de poesía que nos devuelvan la inmensidad de las palabras, tan infinitas. Nos sobran manuales de instrucciones, libros de texto, mapas. Los diccionarios debrían quedarse pequeños, o mejor en blanco, y que cada palabra multiplicara los significados. Las estanerías de nuestros años están llenas de historias con principio y final, y en un resquicio se conservan algunos libros de poemas, sin capítulos, instantáneas escritas con mordiscos al aire.
Poesía en los libros y sobre todo poesía en la vida, recuperemos el sentimiento poético de la vida, el de lo inexacto, de lo imaginario, la grandeza de lo imperfecto, la ilusión de lo desconcertante, de lo misterioso, la emoción por la belleza de los latidos.
Sintamos sin reparos que hoy hemos vuelto a perder, reconozcamos con indulgencia lo que nos duele y volvamos a llenar las palabras para que digan lo que queremos decir. Digamos luz, ausencia, verde, nunca, mano, mirada, aire, paso, niñez, camino, muerte, música, madre, flor, golpe, mujer, balcón, noche, horizonte, sal, montaña mar y cielo, digamos deseo, amor, desamor, rabia, amanecer, llenemos palabras gastadas para meterlas en los bolsillos. Vivamos entre versos, envolviendo de esperanza cada pensamiento, improvisando, rindiéndonos a lo que vemos al cerrar los ojos, dejando atrás el libro en el que nos dijeron que teníamos que vivir.
Crecemos, y se nos pasa la poesía. La prosa, justificada en los márgenes de la existencia, no puede dejar espacios en blanco. Hay que sacar la goma y borrar, y en esas líneas de cada día vivir creando las metáforas, creando las imágenes que no permitimos dibujar.
Quizá para conseguirlo hay que haber perdido, y perdido todo. Recrearse y sonreir tratando de encontrar las palabras de los anhelos, las palabras con las que se sueña cuando piensas, por ejemplo, cómo sería un «otro día» que durara un siempre.